La ciudad como proyecto estatal

Durante los últimos años, y especialmente desde su elección como sede principal de los Juegos Olímpicos de la Juventud, la Comuna 8 –al suroeste de la Ciudad de Buenos Aires– ha vuelto a ser tema de debate dentro de la agenda gubernamental de la ciudad y la nación. Este texto expone, a través de un recorrido por la genealogía del espacio estatal porteño, el devenir de un territorio que, pese a las continuas inversiones públicas, modificaciones en los códigos urbanos, y el tenaz anhelo de modernización y lucro, aún permanece relegado.

La relación conceptual y operativa entre los planes y los proyectos ha sido siempre cambiante y a menudo problemática. ¿Qué fue de su sinergia y su reciprocidad, su insustituible “co-presencia”, preconizada por Campos Venuti en su célebre artículo “Plan o Proyecto: una falsa alternativa”?[1] Para explicar el vínculo entre las dos figuras canónicas de los urbanistas, sería oportuno, antes, definirlas de forma no tan figurativa, enmarcándolas en la jerga de las políticas públicas urbanas, como planes generales y planes especiales. Los primeros se usan para guiar el proceso de urbanización de un municipio y regular los usos del suelo en toda su superficie, lote a lote. Mientras que los planes especiales –los proyectos– se emplean en sectores parciales que demandan soluciones sofisticadas, específicas y más detalladas. Pese la diversidad de neologismos para denominarlos (plan de detalle, plan de sector, plan parcial, área de renovación, área de reserva, etc.), en esencia todos los planes especiales responden a dos condiciones tipológicas: 1) la delimitación ad hoc de un sector de intervención parcial dentro de un municipio y 2) la relación de subordinación instrumental con el plan general.

Además de su papel en la gestión del desarrollo urbano, los planes especiales se utilizan para explorar la potencialidad de los lugares de cara a su oportuna transformación. Por eso se los suele denominar “proyectos urbanos”, quizás una de las nociones con mayor espesor cultural en la epistemología del urbanismo de los últimos cincuenta años.[2] Entre otras contribuciones, la experiencia del proyecto urbano permitió pasar de la noción moderna de “estructura” a la idea postmoderna de “fragmento” que, a fines de los ochenta, motivó un debate que aflojó los cimientos de la disciplina al poner en cuestión la relación unívoca entre el plan y los proyectos, es decir, entre el plan general y los planes especiales.[3]

En la actualidad esa discusión ya no tiene sentido: si bien legalmente aún es posible revisar los planes generales en uso o redactar otros nuevos, es prácticamente inviable conseguir el consenso político necesario para aprobarlos. Su lenta extinción restringe la operatividad del urbanismo a las intervenciones fragmentadas, es decir, a la implementación de los planes especiales y, obviamente, a las sucesivas modificaciones puntuales de los planes generales vigentes. Distorsionados de su uso original (la subordinación al plan general), el auge de los planes especiales echa luz sobre una serie de contradicciones técnicas, reglamentarias e institucionales que, al mismo tiempo, permite entrever un elenco de formas novedosas de intervención urbanística. ¿Cuáles son estas innovaciones?, ¿cómo cambia la relación entre el plan y los proyectos? o, en otras palabras, ¿de qué modo la interacción entre los planes generales y los especiales moldea y representa la forma espacial del Estado? Estas son las cuestiones que intentaré responder analizando la evolución del planeamiento urbano en la Ciudad de Buenos Aires. En este sentido, más que hacer un nuevo racconto histórico de los planes porteños[4], pretendo trazar la genealogía de su espacio estatal, centrándome en la reflexión teórica más que en las tramas históricas e institucionales.[5] Por eso, previamente a la descripción del caso, es oportuno revisar algunos conceptos básicos.

El espacio estatal

Antes de abocarse exclusivamente a la parafernalia de las infografías planetarias desde el Urban Theory Lab de Harvard, Neil Brenner, uno de los geógrafos críticos más citados de la última década, escribió un libro sobre el espacio que produce el Estado.[6] New State Spaces parte de la crítica a las investigaciones sobre las políticas públicas urbanas que consideran al Estado como un pretexto: una organización estable y autónoma que opera de forma omnipresente –casi milagrosa– para mantener integrados a la sociedad y al espacio. Más allá de esta “ilusión formalista”, según Brenner, lo que importa no es tanto el diseño o la implementación de las políticas públicas, sino desentrañar sus discursos: su capacidad para retratar la unidad, la coherencia y, sobre todo, la estabilidad tranquilizadora de las instituciones del Estado en la medida que legitiman u ocultan las desigualdades inherentes al desarrollo urbano.

Pero, ¿qué es el Estado? La respuesta no es inmediata. Para construirla, quizás deberíamos partir de un enfoque institucional, más o menos consensuado, según el cual la noción de Estado se apoya en tres pilares: un territorio bajo su control, un aparato que toma decisiones y una población sujeta a su autoridad. En este sentido, “lo estatal” se refiere a la apropiación (política, simbólica y cultural) de un espacio por parte del poder del Estado, mientras que “aparato estatal” designa al conjunto de organizaciones cuya función, construida y aceptada socialmente, es hacer cumplir las decisiones obligatorias para los miembros de la sociedad, en nombre del interés general.

El carácter abstracto de esta definición de Estado, sobre todo la idea de “interés general”, fue interpelada por otros razonamientos como, por ejemplo, el gubernamental. Lo que garantiza la integración política y civil de la sociedad, escribía Gramsci, no es el ensamblaje jurídico-institucional del Estado, sino las relaciones de poder que se ejercen desde arriba a través de lo que definió como “hegemonía”.[7] Así también lo concibió Foucault aunque, a diferencia de Gramsci, lo examinó desde abajo, a nivel micro, para mostrar que el Estado no es una cosa pre-constituida o un sujeto racional (no es el gobierno actuando de “el Estado”), sino un ensamblaje de poderes –en plural– que opera a través de coyunturas y horizontes de acción específicos.[8]

Para separar la definición de Estado de conceptos como “gobierno”, “nación” o “territorio”, el politólogo inglés Robert Jessop elaboró a fines de los ochenta una nueva teoría general del Estado, en particular del Estado capitalista, considerándolo como una forma específica de las relaciones sociales.[9] La “forma del Estado”, dice Jessop, se constituye a partir de su separación institucional –o su no intervención– en la “forma del capital”, refiriéndose con esto último a una determinada esfera de producción, de circulación de mercancías y de regulación de precios. Según Jessop,[10] la separación entre lo político y lo económico es funcional al capitalismo, en la medida que el Estado provee muchos de los medios necesarios para la producción industrial entre otras precondiciones para las inversiones privadas, como son los marcos legislativos, la burocracia, la intervención indirecta en la economía y los órganos represivos.[11]

Si bien el Estado es una relación social distintiva entre otras, su jerarquía no garantiza el equilibrio social ni que sus funciones se traduzcan automáticamente en un marco coherente, coordinado o reproducible. La unidad del Estado nunca se da ex-ante, sino que es el resultado emergente, controvertido y potencialmente inestable de continuas luchas socio-políticas. De hecho, la imagen unificada del Estado –imagen que Jessop denomina “efecto de Estado”– se proyecta en la sociedad civil solo a través de la movilización de iniciativas estatales que con muchísimo esfuerzo logran estabilizar e institucionalizar las fuerzas sociales, pese a su carácter volátil y contradictorio.[12]

Para explicar el papel de las políticas públicas en la construcción de las instituciones estatales y en los modos de intervenir del Estado, Jessop propone el concepto de “selectividad”: “el Estado es selectivo en la medida en que privilegia ciertas clases sociales, intereses, lugares y actores por sobre otros”.[13] Sin embargo, esto no debe entenderse como una forma discrecional de intervenir, sino como el resultado de pugnas socio-políticas en el espacio y en el tiempo. La selectividad resulta así de la relación dinámica entre las estructuras estatales heredadas y las nuevas iniciativas políticas que Jessop tipifica a partir de sus objetivos institucionales. Por un lado, los proyectos estatales, el primer tipo, son aquellas iniciativas que intentan mantener –o modificar– la propia estructura del Estado, otorgándole unidad funcional, coordinación operativa y coherencia organizativa. Se refieren, por ejemplo, a los regímenes tributarios, parlamentarios, de representación, etc. Por otro lado, las estrategias estatales, el segundo tipo de iniciativa política, son aquellas que apuntan a movilizar el circuito del capital a través de formas específicas y selectivas de intervención socioeconómica. Baste mencionar como ejemplo, entre otras estrategias, la (des)regulación de los precios, del mercado de divisas, o de las leyes salariales. Cuando los proyectos estatales son exitosos producen “efectos de Estado” que disimulan las estrategias económicas, transmitiendo la sensación tranquilizadora de que las instituciones estatales funcionan, son estables y, sobre todo, equitativas. La relación entre los proyectos (lo político) y las estrategias (lo económico) es dialéctica: ambos se condicionan y se ajustan mutuamente. Son como las dos caras de un bordado: la figura llana del anverso y la figura ininteligible del reverso no coinciden, pero ambas están atadas y tensadas con el mismo hilo.

En un intento por reelaborar los argumentos de Jessop en términos espaciales, Brenner sugirió que las instituciones estatales también privilegian algunas geografías por sobre otras.[14] Siguiendo este razonamiento, definió la configuración espacial del Estado tomando como referencia los tres elementos básicos de la teoría Jessop. El primero, la forma espacial del Estado, alude al principio de la territorialidad concebida sobre la base de unidades políticas formalmente equivalentes, moduladas y autónomas como, por ejemplo, los países, las provincias y los municipios. El segundo elemento se refiere a los proyectos espaciales que tienen como fin diferenciar e integrar la territorialidad “formal” del Estado en jurisdicciones y niveles administrativos. Su objetivo apunta a coordinar las regulaciones urbanísticas, los vínculos fiscales, la provisión de servicios, la inversión en infraestructuras, etc. Además de hacer legible la modulación política del Estado, los proyectos espaciales permiten también modificarla. Valga como ejemplo la subdivisión de los municipios en comunas, o la unión de varios municipios en nuevas comarcas o regiones. El tercer elemento, las estrategias espaciales, se refiere a las intervenciones y regulaciones que tienen como fin privilegiar el desarrollo económico y social de algunos territorios por sobre otros. La división espacial del trabajo, la exención impositiva a ciertas actividades productivas, la delimitación ad hoc de distritos temáticos, son solo algunas de las estrategias que diluyen el purismo de la forma espacial del Estado: anulan la horizontalidad entre las jurisdicciones formalmente autónomas y descentralizadas, pero también el principio de la subsidiariedad entre escalas y niveles administrativos.

En definitiva, el espacio estatal es un terreno político-institucional dinámico, sobre el cual diversas fuerzas sociales (partidos políticos, ONGs, movimientos sociales, vecinales, etc.) intentan influir en su organización territorial y en su actividad reguladora. El espacio en el que se movilizan los proyectos y las estrategias estatales es en sí mismo el producto y el motor del equilibrio –o desequilibrio– del desarrollo urbano.

El espacio estatal porteño en cinco episodios y dos escalas

Definidos los principales conceptos de la teoría del espacio estatal, pretendo explicarlos a través de un caso concreto –la Ciudad de Buenos Aires–, ocupandome simultáneamente de dos unidades de análisis: la jurisdicción municipal y el sector sudoeste coincidente con la actual Comuna 8. Como ya he mencionado, más que una recopilación histórica de los planes urbanos de Buenos Aires, pretendo construir la genealogía de su espacio estatal, a partir de la combinación de cuatro elementos: los modelos de desarrollo urbano, la división espacial del trabajo, los ciclos de inversión y regulación, y la creación de nuevos espacios para las actividades económicas. Como resultado, defino cinco episodios que dan cuenta de la singular estructuración histórica del espacio estatal porteño.

El primero surge a finales del siglo XIX, con la demarcación del área administrativa municipal de Buenos Aires en 1884. Antes que cualquier regulación o zonificación oficial, el plano del Departamento de Obras Públicas divulgado en 1904 anticipa la concepción isótropa y mono-funcional del territorio ofrecido casi por completo a la renta inmobiliaria y comercial (FIG 1). Salvo por el puerto y la aduana, la tajante división espacial del trabajo excluye áreas productivas y, por lo tanto, nace como un espacio de consumo y dependencia. Mientras se consolida este proyecto, en los sectores topográficamente desfavorables, como las áreas inundables del sudoeste, las estrategias estatales promueven actividades transitorias, menos redituables que la renta inmobiliaria. Acompañan los emprendimientos pioneros y privados, como los loteos de Soldati, con la ejecución de infraestructuras mínimas de accesibilidad, algunos caminos, la estación del tren y poco más.

El segundo episodio, que se inicia en la década del cuarenta, muestra los intentos por impulsar la forma del espacio estatal fordista a partir de dos cánones urbanos modernos: el de la simbiosis entre las áreas industriales extendidas y los grandes pulmones verdes, y el que instituye el norte burgués y el sur obrero. La regulación general del Código de Edificación de 1959 incluye una nueva clase de suelo –los grandes espacios libres (“urbanizaciones parque”)– que se gestiona de forma particularizada (FIG 2). Se trata de áreas de intervención especial que funcionan como un filtro. Por un lado, descomprometen al gobierno local de urbanizar sectores previamente clasificados como residenciales y, por otro, dejan “fuera de norma” a todos los asentamientos informales que, con la nueva regulación, se sitúan virtualmente en medio de un “parque” (el territorio de 1400 hectáreas que poco después se daría a conocer como Parque Almirante Brown).

A partir de la década del sesenta se inicia el tercer período que muestra cómo la forma del espacio estatal (tras el simulacro del desarrollo industrial) retorna al modelo de la ciudad dependiente y mono-funcional. La estructura de pulmones verdes se cambia por la retícula de autopistas urbanas que, a finales de los sesentas, era el último grito de la moda en el supermercado del urbanismo internacional. Al mismo tiempo, las grandes zonas residenciales y de espacios verdes se desagregan para diversificar los negocios inmobiliarios (FIG 3). Este tipo de desarrollo urbano se calibra en el Código de 1977 mediante tres estrategias espaciales: revalorizar el suelo urbano a partir del aumento de la densidad según criterios “morfológicos”, facilitar la promoción del suelo a partir de unidades de gestión más acotadas, y flexibilizar la concesión privada de los espacios públicos a través de nuevos distritos genéricos. Nos referimos a las misteriosas manchitas celestes y verdes que aparecen en el dibujo del Código –los “E” (equipamientos) y las “U” (urbanizaciones determinadas)– que, cuarenta años después, aún nos cuesta descifrar para qué sirven. La misma ambigüedad reguladora oculta estratégicamente los “enclaves” de actuación especial –y represiva– del Plan de Erradicación de Villas de Emergencia (PEVE).

A principios de la década del ochenta, con la recuperación de la democracia, se inicia el cuarto período. Los cambios en la Constitución Nacional reforman el espacio estatal, produciendo el reescalamiento de “lo local” y creando dos nuevos territorios diferenciados. Uno hacia fuera, que rescata a la “Ciudad” del magma del Conurbano, y otro hacia dentro a partir de la descentralización comunal (FIG 4). En este nuevo escenario, las comunas juegan un doble papel institucional: son áreas de regulación general –tienen autonomía– y, al mismo tiempo, unidades de intervención especial aún dependientes de los objetivos del Gobierno de la Ciudad. La liviandad institucional de las comunas, sin embargo, es una estrategia espacial productiva. Permite, por un lado, “democratizar” la toma de decisiones en materia de políticas urbanas y, por otro, desarticular los problemas de cada comuna al introducirlas en el régimen de los territorios emprendedores –autosustentables– que, dicho llanamente, deben competir para conseguir inversiones y garantizar su propio desarrollo urbano. En este contexto, las “interpretaciones” y “excepciones” al código urbano se naturalizan como un proceder rutinario.

En el quinto período, que se inicia en 2008 con la aprobación del Plan Urbano Ambiental, el modelo espacial ya no se identifica con una determinada estructura física, sino con una serie de “criterios” asociados al planeamiento estratégico y sostenible, en línea con el auge de la economía del conocimiento y los servicios. A nivel general, se mantiene la zonificación heredada de la década del setenta y se solapan dos nuevas capas de regulación y gestión: la de los distritos temáticos implementados para el desarrollo de las “industrias creativas” (a la Comuna 8 le tocó “deporte”) y las “Unidades Territoriales de Inclusión Urbana” creadas para rehabilitar las villas miseria. Esta superposición de niveles de regulación es funcional con dos estrategias espaciales (FIG 5). Por un lado, limitar la autonomía comunal a través de la dependencia técnica y presupuestaria del Gobierno de la Ciudad. Y, por otro, soslayar los problemas urbanos estructurales (aquellos que afectan a toda la ciudad), fragmentando cada vez más los espacios de intervención, evidenciando el carácter retórico de las “respuestas integrales”, y la distribución discrecional del presupuesto para algunos emprendimientos clave.

Entre los más relevantes e innovadores, se destacan los proyectos de dos villas: la Villa 20 y la Olímpica. El primero se planteó como un programa piloto para censar y regularizar la población de la Villa 20, induciendo un proceso que permitiría, a mediano plazo, incorporarla en el mercado inmobiliario formal. El segundo proyecto, el de la Villa Olímpica, surgió de la necesidad de alojar a los atletas de los Juegos de la Juventud Buenos Aires 2018. Se trata de un conjunto de 1400 viviendas concentradas en un predio de 3,5 Ha que pertenecía al Parque de la Ciudad. Al margen de las críticas que recibió el gobierno por la venta de suelo público, y más allá de si la morfología de manzanas cuadradas es la adecuada para el sector, lo notable de este emprendimiento es que se encaró a contramano de la gestión convencional de los grandes proyectos urbanos. En la primera etapa, el gobierno asumió el doble papel de promotor y agente inmobiliario. O, dicho de otro modo, se abstuvo de crear plusvalías construyendo y vendiendo él mismo las viviendas. En cambio, la segunda etapa se concibió a la vieja usanza. Al menos como se enfocó hasta ahora, el “legado” de los Juegos Olímpicos sería un elenco de grandes parcelas con servicios –unidades de gestión– entregadas en bandeja a los desarrolladores privados.

A pesar de la actual superposición de órganos ejecutivos operando contra reloj y la cautela de los potenciales inversores privados ante el aura conflictiva del sudoeste (acentuada por las tomas de tierra de 2010 y 2014), las dos villas son más que un nuevo intento por activar el desarrollo inmobiliario en la Comuna 8. Desde el punto de vista estratégico, se trata de un momento clave dado por la constelación de poderes (la concurrencia del mismo partido político en la nación, la provincia y la Ciudad) que le permitiría al actual gobierno retomar el anhelo de “normalizar” y hacer lucrativo al Sur, incorporándolo en la lógica emprendedora del resto de la Ciudad.

El plano inclinado

Retomando la cuestión de partida, la relación entre el plan y los proyectos –entre el plan general y los planes especiales–, podemos concluir, ahora sí, que su sinergia y reciprocidad está en crisis. Crisis de las herramientas urbanísticas que no han acompañado los procesos de reestructuración económica, convirtiendo a los planes generales en postales de la ciudad modernista del siglo XX. Y crisis política, sobre todo, por la imposibilidad de obtener el consenso suficiente como para actualizar los planes generales (y sus respectivos códigos urbanos), dejando como única opción operativa el uso de los planes especiales y, obviamente, las modificaciones puntuales a los planes generales ya aprobados. Este urbanismo fragmentado suscita una serie de cortocircuitos técnicos, reglamentarios e institucionales que no son neutrales. Muestran que el espacio estatal, el espacio construido y sostenido por el planeamiento urbano, es un terreno político e institucional en disputa, sobre el cual diversas fuerzas sociales intentan dirigir su capacidad para estructurar el territorio.

En este sentido, el caso de la Ciudad de Buenos Aires y su interrelación con el sector sudoeste (la actual Comuna 8) ha sido productivo para desentrañar la genealogía del espacio estatal, es decir, para mostrar cómo cambia la interrelación entre el plan general y los planes especiales en tanto espacios dinámicos y complementarios, de mutua conformación y ajuste. Si bien las leyes y códigos urbanos establecen un vínculo de subordinación entre ambos instrumentos, en la práctica, evidencian una relación que no es lineal ni jerárquica, sino más bien horizontal y opcional. Por eso la superposición entre ambas figuras no es un “error” de los técnicos o una “falla” en el diseño o implementación de los planes urbanos. Lo que aparece en esos casos es la doble cara de las políticas públicas que permite, por un lado, impulsar estrategias para intervenir de forma selectiva y, por otro, producir “efectos estatales” evitando que se distorsione la imagen estable e imparcial con la cual solemos percibir a las instituciones del Estado. Del mismo modo, la selectividad espacial inherente al planeamiento urbano muestra que las escalas y jurisdicciones no existen como entidades ontológicas separadas, sino que, en la práctica, son intermitentes, o están tenazmente imbricadas.[15]

De lo anterior, decantan otras dos consecuencias metodológicas. La primera se refiere a que el desarrollo desigual inherente al planeamiento urbano solo puede entenderse atendiendo a un tipo de proceso que no es histórico, sino genealógico. Más que una línea, se trata de ciclos de inversión y regulación que interactúan, solapándose, y moldeando, en esa mezcla, los desequilibrios territoriales. La segunda consecuencia metodológica se refiere al carácter permanente de algunas decisiones tomadas en el pasado –que petrifican los desequilibrios territoriales– como, por ejemplo, la Ley de Ordenamiento Territorial de la Provincia de Buenos Aires y el Código Urbano porteño (ambas leyes aprobadas durante la última dictadura militar). En este sentido, los espacios de innovación no se encuentran en los planes, sino en las estrategias socioeconómicas que movilizan nuevas capas de inversión y regulación, aprovechando creativamente los marcos institucionales heredados o, eventualmente –y con muchísimo poder político concentrado (como ahora)– configurando otros nuevos. Los espacios de innovación tampoco dependen del consumismo tecnológico –diseños smart, manuales ecofriendly y recetas para “hacer ciudad”– sino de la astucia para reencausar los instrumentos existentes, operando a través de la amalgama de las instituciones anacrónicas del pasado. Ya no hay tiempo para formalidades: se trata de gestionar el desequilibrio, hacia un lado o hacia otro. La ciudad no es la sumatoria de los proyectos en el tablero horizontal de los urbanistas, sino de las estrategias que, en el entretiempo, inclinan los códigos y los planes arrastrando todo aquello que parecía equitativo y permanente.

Pablo Elinbaum

[1] Campos Venuti, G.: Plan o proyecto: una falsa alternativa, Ciudad y Territorio, 1984, 1–2(59–60), 55–60.

[2] Corominas, M.: Plans molt especials, Barcelona, Col·legi d’Arquitectes de Catalunya, 2005.

[3] Este debate determinó dos estilos de intervención urbanística: uno que defiende la clara dependencia del plan sobre el proyecto (los proyectos “del” plan) frente a otro que respalda la autonomía del último (los proyectos “en” el plan). Véase: Secchi, B. (1989). I progetti del piano, Casabella nº 563, y Bohigas, O. (1983) Per un altre urbanitat. En Plans i Projectes per Barcelona, Ayuntamiento de Barcelona.

[4] Estos temas han sido abordados en diferentes investigaciones entre las que destaco los textos de Novick, A. y Nuñez, T. (1995). De los planes de embellecimiento y extensión a los planes estratégicos. Documento de Trabajo; y Garay, A. (2007). Proceso de planificación en el área metropolitana. La Gran Buenos Aires y su idea de ciudad. En A. Garay (Ed.), Lineamientos Estratégicos para la Región Metropolitana de Buenos Aires (pp. 9–28). Buenos Aires: Subsecretarias de Planeamiento y Urbanismo y Vivienda del Gobierno Autónomo y de la Provincia de Buenos Aires.

[5] Estos enfoques han sido desarrollados en profundidad por Brenner, N. (2009). What is critical urban theory? City, 13(2–3), 198–207 (incluido en esta edición de PLOT); y por Veyne, P. (1984). Foucault revoluciona la historia. Madrid: Alianza Editorial.

[6] Brenner, Neil: New state spaces: urban governance and the rescaling of statehood, New York: Oxford University Press, 2004.

[7] Gramsci, A.: Cuadernos de la cárcel, México, Era, 1984.

[8] Foucault, M.: “Governmentality”, En Aradhana, S., y Akhil, G. (Eds.), The Anthropology of the State, Oxford, Maxwell Publishing, 2006.

[9] Jessop, B.: State theory: putting the Capitalist state in its place, University Park Pa.: Pennsylvania State University Press, 1990.

[10] Jessop, op. cit.

[11] Cf. Topalov, C.: La urbanización capitalista: algunos elementos para su análisis, F. Robert, Ed., Buenos Aires: Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 1979.

[12] Jessop, op. cit.

[13] Jessop: State power: a strategic-relational approach, Cambridge; Malden MA: Polity, 2007.

[14] Brenner, op. cit.

[15] Galland, D., & Elinbaum, P., “Redefining Territorial Scales and the Strategic Role of Spatial Planning”, DISP, 51(4). P. 70-88, 2015.

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